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LA COCINA: CUANDO EL SUEÑO AMERICANO DEVORA A SUS HIJOS

  • Foto del escritor: Casa Svank
    Casa Svank
  • hace 4 días
  • 6 Min. de lectura

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El film de “La Cocina”, del Director Alonso Ruizpalacios, en sin duda un trabajo cinematográficamente muy bello, que deja en la mesa un tema urgente para seguir discutiendo: la migración en México y en el mundo. Aunque la película fue rodada antes de las políticas migratorias de Donald Trump 2025, su estreno en este contexto resultó doblemente vigente.


¿Por qué no fue elegida para representar a México en la búsqueda de la nominación a los premios Oscar? No lo sabemos. Pero lo cierto es que La cocina va más allá de los premios Ariel, del Oscar o de cualquier otro galardón. Ruizpalacios no necesita esa luz verde institucional: ya está más allá del bien y del mal cinematográfico mexicano. Y justamente por ello vale la pena mirar con atención esta obra que, llevada a cabo con el cuidado de una cirugía, merece análisis extensos, cuartillas y cuartillas de reflexión. Aquí apenas trazaremos una mirada global, para quienes no la han visto o se acercan por primera vez al cine como mirada crítica.


La película aborda la precariedad laboral y cómo el sistema aplasta los sueños de quienes, al migrar, buscan mejorar sus vidas. Lo hace a través de Pedro, un cocinero mexicano que trabaja en un restaurante de cadena de una de las calles principales de Nueva York. Ruizpalacios nos introduce en una de las venas del sistema: la cocina. Un espacio donde convergen migrantes de varias nacionalidades, distintas lenguas y un mismo anhelo: sobrevivir y ser reconocidos.


Pedro es joven, iracundo, “cerdo” como lo califica un colega. Su obsesión es entrar: entrar al sistema, al país que promete un sueño, aunque ese sueño se sostenga en la precariedad de los derechos laborales, en este microcosmos no son más que una ilusión lejana, frases motivacionales que no alcanzan a los cuerpos extenuados.


Pedro está enamorado de Julia, una mesera estadounidense. Lo gringo es bello, le dice otro colega mexicano a sus compañeros, mostrando la idiosincrasia. Sin embargo, Julia también es victima del sistema. No sufre la ilegalidad migrante, pero sí la precariedad de su clase: madre soltera, mesera, ahora embarazada de Pedro: encarna el problema del americano, el hijo del migrante al que tanto rechaza y necesita; la ironía brutal de unas entrañas que gestan mientras América, al mismo tiempo, mata a sus hijos migrantes. El vínculo entre Pedro y Julia es contradictorio, hecho de rechazo y necesidad, de crueldad y dependencia. “Eres feo y con el pito chico”, le lanza ella; “sí, pero te gusto”, responde él. La película no trata de su romance: ellos son apenas encarnaciones de dos figuras más amplias – el migrante y el americano, el que desea ser aceptado y el que rechaza perO necesita.


Visualmente, Ruizpalacios encierra a sus personajes en rincones del encuadre, pegados a los bordes. Como si su lugar en el sistema fuera siempre marginal, desplazado, incómodo. En espacios asfixiantes de la cocina o en pasillos largos y laberínticos, como ratas que buscan una salida que nunca llega.


Hay una escena en especial, que condensa gran parte de la crítica de esta película. Pedro conversa con Julia frente a una gran pecera y le cuenta que, hace mucho tiempo, la langosta era considerada “el pollo del mar”. Se les daba incluso a los vagabundos, hasta que un ricachón la probó por casualidad, le encantó y , a partir de ahí, la langosta se transformó en un platillo de lujo.


El mensaje es claro: el valor no es algo real ni intrínseco, sino algo que depende de quién lo otorga. El director deja clara su propuesta: el sistema es quien nos nombra, quien define lo que valemos, lo deja tan claro que nosotros mismos terminamos defendiéndolo. Defendemos lo poco que somos, como cuando Pedro le dice a la mesera: “tú eres mesera, ese es tu espacio; yo soy el cocinero, este es mi espacio, yo mando en mi espacio”. Es lo único que tiene, el único lugar donde su voz cuenta. Aferrado, hace escándalo frente a todos, iracundo, levantando el tono, queriendo ser escuchado: “esto soy, lo único que me queda”, nos dice su discurso, frente a los ojos de los que en realidad sienten lo mismo. Y así como aquí el tono de voz cambia, el ruido constante del caos nos acecha en la propuesta sonora, obligando a los personajes a hablar más fuerte para ser escuchados. El diseño sonoro nos arrastra al mismo caos donde apenas se distinguen las voces, y los silencios no son más que la caída en una realidad que conviene ocultar hasta que el ruido regresa para imponerse.


El blanco y negro de la película no solo es un recurso estético, es el soporte del discurso: trabajadores atrapados en la parte trasera  de un restaurante de cadena, en la ciudad del negocio, que exprime hasta el último sueño de quienes entran. Un blanco y negro que nos muestra lo atemporal , lo tedioso, un escenario donde los sueños ya no existen. Es una imagen sin color, ni esperanza, cotidiana y repetitiva. Una imagen que estandariza y que es universal,  porque no habla de la Gran Manzana, sino de todas las ciudades que , bajo el peso de su sistema capitalista, aplasta al migrante y a los eslabones más bajos de la sociedad.


Así pues, los únicos momentos de color que aparecen son en dos instantes clave. La primera vez, cuando Pedro y Julia hablan por primera vez a solas. No es una linda conversación: Pedro le reclama que ha hecho todo para ser escuchado, se esfuerza en aprender su idioma, en cómo decirlo, pero ella no hace lo mismo. No hablamos solo de una pareja: lo que representan es más amplio. Pedro es el migrante que intenta ser abrazado por la promesa de la belleza americana, mientras Julia encarna al país que promete libertad que apenas lo mira.


La conversación continua dentro de un refrigerador, entre carnes colgando, recordándonos que ellos también son carne para ser consumida por el sistema. El azul marca el frío del espacio, pero también de la realidad que vive Julia. Porque ella, aunque no es migrante, también sufre la precariedad. Su vida no es fácil, y es en ese espacio devastador donde se abre, compartiendo con Pedro su propio dolor.


El segundo color aparece hacia el final, cuando Pedro lo ha perdido todo. Ahora la luz verde lo envuelve, como si lo succionaran extraterrestres. No es liberación, es desaparición. Es el recordatorio de lo fácil que resulta para el sistema deshacerse de los migrantes: personas que han trabajado años para sostener la economía de un país que, sin pena ni remordimiento, los expulsa de sus entrañas como si nunca hubieran existido. Esa desaparición había sido anticipada en una de las escenas más bellas de la película: durante un descanso, Pedro y sus compañeros salen a fumar y a compartir sus sueños. Sentados en la banqueta, recargados contra las cortinas de hierro, al lado de la basura, cada uno confiesa lo que anhela. Uno de ellos relata la historia de un migrante italiano que , al llegar a Estados Unidos, contempla la Estatua de la Libertad, cree que todo estará bien. Pero, en la sala de inmigración, tras ser interrogado y casi aceptado, estornuda y al cubrirse el rostro revela que la falta una mano. Inmediatamente lo envían al área de los rechazados. Entra la multitud, alcanza a ver por la ventana una luz verde que baja desde el cielo, lo cubre y lo hace desaparecer ante todos, como un Houdini. Tiempo después, alguien lo encuentra trabajando en una pizzería; nadie sabe cómo llegó ahí, pero carga con una tristeza que a veces resplandece. Esa anécdota se cierra con la escena final de Pedro, iluminado por el mismo verde. Su excelsa interpretación culmina en un instante que lo borrará, frente a la sonrisa de una recién llegada , que mira ante sus ojos cómo la esencia de un hombre es arrancada, apenas algún día lo recordará, y con suerte tal vez ella podrá un día resplandecer.


No menos importante es la interpretación de Raúl Briones: vulnerable y desafiante al mismo tiempo, con esos ojos negros mexicanos abiertos al sueño americano, necesitados de un abrazo materno que llega desde lejos. Iracundo y juguetón, siempre dispuesto a pelear, a descargar su furia en lo primero que puede; un tonto machista, ávido de más, impulsivo. Nos conduce hasta el clímax dominando todo el espacio, como lo hace un gran actor, explotando frente a la mirada de sus compañeros, frente a la cámara que lo registra y frente al público que guarda un silencio absoluto ante su discurso y su cuerpo que no pide otra cosa que ser escuchado. Su actuación exige levantarse de la butaca y gritar. Nos lo dice todo en su interpretación.


Así, Ruizpalacios nos recuerda que hay un público que lo espera en las salas del mundo, y que aún le restan muchos temas por explorar, con el pulso preciso de un cirujano que abre corazones para hacerlos vivir otra vez.


Kary Vázquez

 
 
 

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