HARVEST , LA PELÍCULA QUE INAUGURÓ EL FESTIVAL INTERNACIONAL DE CINE DE LA UNAM
- Casa Svank
- hace 2 días
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La cosecha (Harvest), de Athina Rachel Tsangari, fue la película inaugural del #FICUNAM en su edición número quince. Las filas para entrar eran largas y entusiastas: cinéfilos, estudiantes, artistas y figuras de la industria esperábamos el inicio del festival, sabiendo que sus propuestas no suelen ser fáciles ni complacientes. La sala se llenó por completo. Después de los discursos de bienvenida, las luces se apagaron.
Harvest es la historia de una comunidad sin nombre, situada en un tiempo y espacio indeterminados. Una aldea donde la vida parece estancada, regida por la tierra, el trabajo manual y el peso de las jerarquías. Sus habitantes, de pensamiento simple y vida rústica, comienzan a enfrentarse lentamente a fuerzas que los sobrepasan: la llegada del progreso, de nuevas formas de producción, de nuevos modos de control.¿Cómo seguir sembrando cuando la tierra ya no nos pertenece? ¿Y qué hacemos cuando el cambio llega con rostro amable, pero manos vaciadoras?
La directora propone aquí una parábola sin época. El efecto de atemporalidad está acentuado por una estética de imágenes deslavadas, composición precisa y un ritmo contemplativo. La belleza de los campos, vasta y silenciosa, contrasta con la violencia sutil que se cierne sobre ellos.
Los personajes centrales: el patrón, el pueblo, y Walter Thirsk (Caleb Landry Jones), un siervo que aprendió a leer y escribir junto a su patrón cuando eran niños. Su educación lo expulsó de la comunidad, pero no le otorgó pertenencia entre los poderosos. Walter existe entre dos mundos que ya no lo reconocen.¿Qué se hace cuando se ha dejado de pertenecer? ¿Es posible caminar entre clases sin ser absorbido por ninguna?
Walter observa. Reflexiona. Habla consigo mismo. En sus pensamientos, escuchamos preguntas sobre el afecto, la pérdida y el sentido de su relación con una viuda que insiste en tocarlo, pero que él no puede —o no quiere— corresponder.“Nadie entendería lo que es ser viudo”, dice.“No sé qué somos”, repite. El duelo, en él, se ha vuelto identidad.
Un día, mientras recolectan el trigo, Walter nota al patrón acompañado de un hombre: un pintor. Él traza un mapa de la aldea. Walter lo asiste, sin saber. Hasta que entiende: ese mapa servirá para mostrar las tierras a quienes vendrán a reclamarlas. El arte como antesala del despojo. El trazo, elegante, es la herramienta del poder.¿Puede el arte embellecer una injusticia? ¿Qué pasaría si nuestros propios dibujos prepararan nuestra caída?
El pintor ha estado en otras aldeas. No firma desalojos, pero los permite. Se le cuestiona: ¿cómo puedes dormir sabiendo lo que haces?
Al mismo tiempo, llega una mujer forastera. Su presencia desata tensiones. Los hombres la desean. Las mujeres la rechazan. Es diferente. Es libre. Y por eso, peligrosa. Le rapan el cabello, como a una cabra, como si al cortar su melena pudieran arrancarle también la amenaza. Walter también la mira. Y en su mirada hay duda, deseo, culpa.
El crimen de un caballo muerto detona el castigo colectivo. Nadie sabe quién fue, pero el pueblo necesita un culpable. El primo del patrón, llegado para supervisar el traspaso de las tierras, se lleva a tres mujeres: la viuda, una aldeana, y una niña. El pueblo no las defiende. Walter tampoco. Ya no es uno de ellos. Pero ellos tampoco se rebelan. Se marchan en silencio.¿Hasta qué punto nos acostumbramos a callar? ¿Cuántas veces elegimos la retirada antes que el conflicto?
Finalmente, el pueblo abandona la aldea. El patrón también. Queda el vacío.Y queda Walter, iluminado en la imagen, como si la luz le pesara. La composición de los planos no es casual: él es el único rostro que la cámara rescata del gris. Es el testigo, el que sabía.¿De qué sirve saber si no hay fuerza para actuar? ¿Y cuánta responsabilidad se carga por no decir nada?
La cosecha es una película sobre el fin de una era. Sobre comunidades que se vacían no solo por necesidad, sino por miedo, por resignación, por haber perdido la noción de pertenencia. Reflexiona sobre cómo la tecnología, el arte, la organización territorial y el cuerpo de las mujeres siguen siendo los campos de batalla del poder.
Y tal vez por eso incomoda tanto. Porque Walter no es una figura lejana. Walter somos nosotros.Educados, informados, sensibles. Pero inmóviles.Caminando entre clases, sin tierra propia. La tecnología, como aquel mapa, nos despoja lentamente. No peleamos por lo que sembramos. No protegemos lo que construimos.Y mientras nuevas generaciones, con otros lenguajes, otros sistemas, otras lógicas, avanzan en modos distintos de producir y dominar, nosotros —como los aldeanos— nos rendimos.
¿A qué somos leales? ¿Cuántos somos borregos? ¿Cuántos, simples testigos?¿Qué vendrá en la siguiente cosecha?
KV