Por Jesús Chavarría
@jchavarria_cine
No cabe duda que el célebre Pedro Almodóvar, decide sumergirse en los sinuosos parajes dela autodeconstrucción en el momento más adecuado de su vida creativa, ese que le permite encontrar la lucidez necesaria para enfocar sus pasiones y elaborar un relato de irresistible elocuencia emocional y casi total entrega personal, capaz de atrapar tanto a los
incondicionales del otrora director de joyas como Mujeres al borde de un ataque de Nervios
(1998)y Todo sobre mi Madre (1999), como al publico que simplemente disfruta del drama
revestido de evocación, exento de excesivas pretensiones intelectuales, pero sobre todo
conmovedor. Y es que a pesar de que Dolor y Gloria se presenta como un fascinante juego
narrativo con espíritu teatral y sabor a bohemia, de saltos de tiempo e historias dentro de las
historias, que se nutre de ese punto en donde lo simple de la vida se mezcla con el arte,
salpicado de mustias referencias a una filmografía que siempre ha estado acompañada de las críticas más variadas y cierta polémica, nunca cae en los regodeos y se convierte en una
seductora y sutil catarsis, que en contraste, seduce con una deliciosa y casi poética parsimonia.
Para ello cuenta con un Antonio Banderas -La piel que habito (2011)- como el cómplice ideal, quien con todo el oficio del mundo interpreta al director Salvador Mallo, en este caso el alterego del realizador manchego también responsable de Carne Trémula (1997) y La Mala
Educación (2004), que en pleno ocaso de su carrera, lejos de los reflectores aunque sigue
creando en la intimidad de su casa, consumido por sus manías y circunstancias médicas -
dolores de columna, migraña- que han redundado en adicciones nuevas y viejas, recuerda los momentos y personas que marcaron su vida, incluyendo la amistad interrumpida con un actor y un antiguo romance, arrojando con cada paso, frases contundentes que develan su muy particular interpretación de conceptos como la redención dentro del amor o el cine como salvación. Se trata de una puntual declaración de principios en la que es cierto que se nota cierto recato hacia las partes más álgidas durante la etapa adulta del personaje, buscando protegerse detrás de cierta sobriedad, pero ese es un detalle menor comparado con la generalidad del retrato, que respira con ciertos toques de humor, e incluye una sensible recreación de la España de la dictadura, a través la ingenua mirada que guía la etapa relacionada con su infancia.
Mención aparte merecen los pasajes que van dimensionando la relación con su madre,
interpretada con una encantadora honestidad, primero por Penélope Cruz -Volver (2006)-, y
luego por Julieta Serrano -¡Átame! (1990)-, pasando de las implicaciones de la conciencia y
aceptación del sacrificio a la idealización agridulce que arroja luz sobre el costo del
crecimiento y la libertad. Se trata de un autorretrato sofisticado pero honesto, en el que la
ficción juega a vestirse de realidad y viceversa, para mostrar el lado más humano del artista a través de la exposición de la orfandad de sus sentimientos que en su trayecto mundano
encuentran el refugio y la soledad en el hecho creativo. Un Almodóvar con ojos nuevos para
verse a sí mismo.
Texto originalmente publicado en EmpireMX
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