Hace no tanto tiempo y como parte de mis intentos por integrarme a la dinámica familiar de una mujer a la que quise mucho, decidí por voluntad propia acompañarla a ella y a todo su clan, que vale la pena mencionar, resultó ser interesantísimo, amable y divertido, a una excursión a uno de esos parques donde es posible observar e incluso interactuar con animales que no son endémicos de México.
El día transcurrió apaciblemente. Mi principal labor aquel día no fue ganarme el corazón de aquella mujer, la verdad es que en esa empresa ya había hecho avances significativos, sino conseguir la aprobación de los integrantes de su familia sanguínea y política. Hice lo que pude y por la tarde mi saldo era favorable, excepto quizá con sus padres, aunque en ese caso se tratara un poco de una batalla perdida.
Pronto la conversación fluyó agradablemente y conseguí mi lugar entre todos al compartir gustos en materia de series, películas, por supuesto autores, y algunas bromas. Casi al final de la jornada y mientras tomábamos un break de tanto caminar, un tío político con quien no había tenido oportunidad de platicar previamente se me acercó y sin mediar alguna otra palabra, les juro que me dijo:
—¿Julio Verne?
Al principio no entendí por qué me dijo aquel nombre, pero decidí que pocas son las oportunidades de platicar sobre el autor francés. Me troné los dedos de ambas manos, di un trago de agua para aclarar la garganta y procedí a tener la mejor conversación de toda la tarde con aquel tío político.
Como muchos niños que crecieron durante las décadas de los ochenta y noventa, mi primer acercamiento a Jules Verne fue a través de La vuelta al mundo de Willy Fog, la serie de animación española obra de BRB Internacional (compañía que nos trajo otras joyas como D’Artacan y los tres Mosqueperros y la inigualable David, el gnomo) en la que un león antropomórfico debía viajar por todo el planeta Tierra para cumplir una apuesta como el gran caballero inglés que era. Una delicia para un niño de siete años. Ese mismo año, un lunes cualquiera que mi mamá aprovechó para llevarnos a mi hermana y a mí a casa de la abuela a comer y pasar la tarde juntos, por completo azar sintonicé la transmisión de 20,000 leguas de viaje submarino (1954) y quedé fascinado con la imaginación que hacía más de un siglo, Jules Verne plasmó en sus obras y que ahora, a través de sus diversas adaptaciones, llegaba hasta mí.
Sin embargo, no fue sino hasta sexto año de primaria que finalmente y por encargo de la maestra de español tuve en mis manos la primera novela de Jules Verne que leí en mi vida: Viaje al centro de la Tierra. Una vez terminada aquella historia, seguí con algunos de los viajes extraordinarios y así el francés se convirtió en uno de los autores que marcaron mi primera etapa como lector a través de lugares exóticos, protagonistas honorables, terribles villanos y divertidas aventuras que incluso hoy, disfruto compartir y comentar con otros seguidores de Verne.
Tal fue el caso con aquel potencial tío político con quien ahora intercambiaba impresiones sobre nuestras novelas favoritas de Verne. Entre tantas, se mencionó una obra que ambos leímos ya en nuestra adultez y que fue escrita hacia el final de la vida del autor, cuando las deudas, la vejez y la diabetes le habían robado gran parte del júbilo que lo caracterizó; El eterno Adán.
Publicada póstumamente en 1910, cinco años después de la muerte de Verne, El eterno Adán es una novela corta que aborda una premisa tan antigua como interesante, ¿Cuál es el origen de la civilización humana? Más aún, ¿Cuál es el destino de nuestra especie? Y por último, ¿qué tienen en común ambos extremos de la Historia?
En un futuro distante, el Zartog Sofr-Ai-Sr, sabio de una de las culturas humanas que pueblan la Tierra en este porvenir carente de toda tecnología moderna, descubre en unas ruinas arqueológicas un mensaje escrito en alguna lengua completamente olvidada. Decidido a extraer el conocimiento que aquella misiva contiene, el zartog pasa años haciendo labores de traducción a partir de la nada hasta que finalmente es capaz de leer en su propia lengua las palabras escritas en aquellas cartas. El texto, resulta ser la crónica en primera persona del colapso de la civilización mundial debido a un gran cataclismo que además comienza en México (no fue la única vez que una historia de Verne sucede en tierras mexicanas). La lengua perdida en que está escrito el mensaje es el francés, olvidado ya, y más aún, en las anotaciones posteriores el zartog descubre cómo los últimos sobrevivientes de la humanidad, privados de todo acervo de conocimiento y herramientas tecnológicas, son incapaces de mantener la civilización y así, la especie humana se ve condenada a retroceder a la Edad Antigua ya que todos los avances sociales, culturales y tecnológicos se han perdido para siempre. Pero no es la primera vez que esto ha pasado…
El eterno Adán es una novela corta carente de todo el optimismo por la tecnología, los viajes y la sociedad que caracteriza la mayoría de los viajes extraordinarios de Verne. Por el contrario, se trata de una visión catastrófica y cíclica de la humanidad en el que la debacle de la civilización ni siquiera es causada por algún abuso por parte de los humanos hacia el ecosistema, guerras o enfermedades, simplemente se trata de una etapa dentro del interminable ciclo al que la humanidad (a menos que sea capaz de abandonar el planeta Tierra como en De la Tierra a la luna) está condenada.
Una lectura corta con tintes filosóficos sobre el libre albedrío, la frágil supremacía de los seres humanos como especie dominante y también sobre la resistencia y el papel individual del zartog en su propia y nueva civilización que, al menos por ahora, se antoja brillante.
A pesar de estar escrita en un tono pesimista, muy diferente a lo que Verne tuvo acostumbrados a sus lectores durante la mayor parte de sus obras, el texto resulta digerible y emocionante, una lectura muy fácil, corta y estimulante para una tarde de lluvia en la que a veces nos preguntamos, ¿De dónde vengo y a dónde voy?
Por Raúl S. Martínez
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